MEMORIAS DE MARCO. HISPANIA (VI). PUERTOS
El verano está llegando a
su fin. El estío se acaba. Los días se acortan cada vez más y la noche llega
antes, aunque todavía lo hace con los calores típicos del ocaso de la estación, como si de un león
moribundo se tratase y que se revuelve, exhalando su último aliento, ante la
presencia inminente de esa muerte causada por las flechas certeras del cazador.
Me da pena que se aleje, a pesar de que todas las mañanas me despierto empapado en sudor, y a pesar de que ello suponga que la
esclava Libia dejará de secar mi cuerpo con sus delicadas manos. Me da pena porque mi cuerpo necesita de la luz del sol, de las tardes largas.
Pero a Libia ya no la manda Antonia. Viene ella porque quiere. Y es que los he manumitido. A
los dos: a Sédrik y a Libia. Octavia me lo aconsejó. Me lo pidió. Me lo ordenó…
Y yo accedí, gustoso. ¿Qué podría hacer, si no, ante el mandato y las palabras
seductoras de la mujer a la que amo?
Ella los veía, y los ve, como dos almas
libres, aunque fueran esclavos, y estuvo convenciéndome, durante todo el pasado
mes octavo de este nuestro año, mientras yo únicamente podía contemplar el
paisaje de los campos de Roma desde mi mecedora.
Ya soy viejo, y mis nervios y
articulaciones se resienten cada día más. Octavia venía a visitarme casi todos
los días, se sentaba a mi lado y hablábamos. Me contaba las novedades del Foro
y la actualidad de nuestras nuevas campañas. Y, entre sus relatos de traiciones
de senadores y entre batalla y batalla, me lo dejó caer como suave lluvia de
primavera. Y estuve de acuerdo con ella.
Sin embargo, incluso
concediéndoles la ciudadanía romana, no quisieron abandonarme. Me dijeron que
adónde irían: los romanos los seguirían viendo como esclavos o bárbaros por su
color de piel, y tenían miedo de volver a la esclavitud, debido a alguna
estratagema de personas indeseables o por capturas de los piratas en las
incursiones de nuestras costas.
Así que se quedaron conmigo. Me propusieron,
y me juraron por los lares de mi casa, y también por Júpiter, seguir
sirviéndome a cambio de protección, hogar y comida; pero les doy, aparte, un
pequeño salario: otra mandato sin condiciones, ni posibles alegatos ni
peticiones por mi parte, de la justa y bella Octavia. Ahora se podría decir que
formamos una pequeña familia: los jóvenes amantes Libia y Sédrik, la anciana y
responsable Antonia, la mater Octavia
y yo, el humilde protector, el ciudadano, militar e ingeniero romano, en los
últimos días de mi agradecida existencia.
El final del verano llegará pronto, y me da
pena. Pero arribaremos a otro destino, a otra época del año, fructífera en
cosechas, trabajo, y tratos entre personas. A las ciudades llegarán las nuevas
mercaderías provenientes de otros lugares de la península de Italia, y de las
provincias romanas. Al puerto de Ostia atracarán los barcos mercantes
procedentes de Hispania, cargadas sus bodegas, hasta arriba, por las uvas de la
vendimia, y por las ánforas llenas del vino, y del sabroso garum de la gran provincia. Llegarán desde los puertos de Emporión, Barcino, Tarraco, Saguntum, Valentia, Íllici, Carthago Nova, Malaca, Pollenca…
Los puertos hispanos… Esos
lugares destinados a dar abrigo a nuestras embarcaciones, al tráfico de mercancías
y de transporte de personas y tropas en la gran provincia.
Se deben de ubicar en
sitios estratégicos para ofrecer seguridad y comodidad en su zona marítima, mediante diques y buenas
ensenadas, tanto a galeras como a pequeñas embarcaciones de pesca; para
facilitar el movimiento de las cargas en la zona terrestre; para transportar las mercancías y facilitar su
entrada y salida por las calzadas y caminos
de acceso, y para una posible zona
de construcción de lonjas o industrias. Todas esas partes deben formar un
buen puerto romano, o de cualquier nación futura. Cuatro partes o zonas, como
las estaciones del año.
Y una de esas estaciones ya se aleja.
Adiós, verano…
La tarde ya está cayendo. Oigo la puerta de
mi domus que se abre, y la voz de
Octavia, recibida por Antonia, que penetra como aire fresco y reconfortante.
Me pregunto qué nuevas traerá. ¿Le habrá
contado algo su hermano, mi emperador y amigo, acerca de las nuevas obras que
se acometen en nuestro vasto Imperio, en concreto en Hispania, para ponerme los
dientes largos?
Ya veremos…
De momento, disfrutaré de
su compañía durante el refrigerio. Aquí llega… Siento sus elegantes pasos.
<<¡Hola Octavia,
venerada hermana de nuestro excelso Augusto! ¿Qué tal? Me honras, de nuevo, con tu magnífica visita>>.
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