CAPÍTULO 3. Mamauté y las construcciones de piedra
Lo que nunca le conté a Nuamé es que esa tarde yo me senté al lado de su padre cuando se encontraba tiritando y muerto de miedo por el susto que se había llevado, y que le dije después, al oído, que se fijara en aquel tronco de árbol, hendido por el rayo, y que se diera cuenta que era un poco más largo que la anchura del cauce del río. El hambre, la necesidad de alimentar a los de su clan, y la imaginación del padre de Nuamé, junto con el trabajo cooperativo del resto de sus compañeros, hicieron el resto, lo que ya habéis visto en mi cuento anterior (Véase Capítulo 2. El gran mamut y el padre de Nuamé).
Nuestra amiga Nuamé fue creciendo y un día
(para ella, que era humana, pasaron varios años, aunque no muchos) se fijó en
aquel joven perteneciente al grupo de seres que su tribu conoció poco después
del episodio del mamut. Aquel hombre era diferente a los de la especie de mi
amiga: Nuamé tenía la frente ancha y huidiza, el gran pelo enmarañado, y un
cuerpo proporcionado pero robusto, de anchas caderas y gruesas piernas; pero
luego me fijé en sus ojos, lo más impactante de su fisonomía, lo que primero y
lo que realmente me llamó la atención pues, aunque estaban hundidos y muy
juntos, ella poseía una mirada directa y cautivadora.
Como iba diciendo, Nuamé conoció a un
miembro de otro grupo que habitaban más allá de las colinas, al otro lado del
río. Éste tenía más o menos la misma edad que Nuamé, pero su fisonomía era
totalmente diferente: su amigo era más estilizado, con un cuello largo que
parecía no poder sostener por mucho tiempo la cabeza erguida, que era más
redonda, y la frente ya no la tenía arrancando hacia atrás desde la prominencia
exagerada de sus cejas; caminaba en posición aun más vertical que Nuamé, la
piel más clara y una mirada, como la de nuestra amiga común, que parecía ir más
allá de lo que realmente observaba, como si se preguntase de dónde procedía o
qué razón de ser tenía aquello que se presentaba ante sus ojos.
Nuamé
y su nuevo compañero, que se llamaba Sacha, no fueron los únicos que se conocieron entre los miembros de
esos clanes. Con el tiempo, los integrantes de ambos grupos fueron aceptando
esas uniones, aunque había otros muchos miembros que se oponían y sólo
aceptaban que sus hijos se unieran a las hijas de las otras familias de su
mismo aspecto. Sobre todo los del clan de Nuamé, más conservadores y de
carácter dado al aislamiento del grupo.
Así las cosas, ella y su amigo Sacha, lo
hacían todo juntos, andaban de aquí para allá, y empezaron a gustarse... hasta
que se enamoraron. Sacha decidió dejar a los de su tribu y siguió a la de Nuamé
por los lugares de esta tierra de grandes valles, altas montañas, ríos de
torrente cristalino y tiempo no del todo desapacible.
Un día Nuamé y Sacha tuvieron un hijo. El
niño creció entre sus semejantes observando todo lo que hacían los mayores.
Enseguida me percaté que él, como su padre y su madre, y el padre de ésta,
también podían verme y sobre todo escucharme. Mermes, que así se
llamaba mi pequeño nuevo amigo, me observaba con creciente curiosidad y comencé
a jugar con él, como lo hice siempre junto a sus progenitores (a los que contaba
secretos de vez en cuando) y mi amiga la Naturaleza.
Cuando Mermes creció y se convirtió
en un muchacho, se sentaba con otros amigos en un claro del bosque y con unas
herramientas de piedra fabricadas por ellos mismos comenzaban a tallar, a
golpes, otras piedras un poco más grandes que se encontraban por el camino o
que habían separado previamente de una gran montaña cercana al lugar. Para
separar la pieza del conjunto rocoso le decía a Mermes que buscara alguna pequeña
fisura en la que pudiese introducir una cuña de resistente madera y que con un
hacha dura de cabeza roma le diera golpes hasta que la fisura se convirtiera en
una grieta creciente y que la gran pieza se separara de su matriz. Así crearon
herramientas y piezas cada vez más y más grandes.
Fueron pasando los años y Mermes se juntó
de nuevo con una muchacha del otro clan de miembros de frente menos
pronunciada, complexión proporcionada y posición erguida (creo que a esa gente la
llamaron muchos años después homo sapiens). Bueno, a lo que voy, Mermes conoció a esta chica y tuvieron
varios hijos. La menor de ellos tuvo otro hijo, y el nieto de éste último a
otra hija que concibió a otros tantos. Generación tras generación, año tras
año, que se convirtieron en siglos, y los siglos en milenios, que para mí
pasaron en un suspiro, pues tenía a nuevas amigas y amigos y jugaba con todos
ellos a pensar e inventar cosas, llegó un día que conocí a Mamauté,
perteneciente a las tribus descendientes del sur. El clan de Mamauté fue uno de
los primeros de su especie que dejó de ir de aquí para allá, de cueva en cueva,
errantes, en busca de comida y cobijo temporal. Decidieron asentarse en un
lugar de tierra fértil, cerca de un río de aguas limpias y salubres y sólo iban
en busca de animales para cazar de vez en cuando, pues comenzaron a cultivar la
tierra y comerse el fruto que ellos mismos hacían brotar tras largos periodos
de trabajo.
Y así como inventaban su comida también
comenzaron a construirse el lugar donde pasar la noche y dormir, sus primeras
casas. Al principio eran hechas con formas tosca y rudimentaria: comenzaron a
levantarlas con troncos de madera, tierra mojada que luego endurecía, y ramas.
Mamauté también labraba las piedras y así, golpe
tras golpe, pacientemente, moldeaban una especie de figura con cierta forma
característica, algo parecido a lo que unos 7.000 años después sus
descendientes llamaron cohete espacial, pero que Mermes y sus amigos pusieron
el nombre de menhir, del lenguaje bretón: maen (piedra) e hir
(larga).
Otras veces, colocaban juntas las piedras
que había tallado Mermes y otro compañero y se las llevaban arrastrando
apoyadas en troncos rodantes hasta el claro que para ellos representaba un
lugar mágico. Luego, ponían varios de estos menhires cerca, unos de otros, y
después colocaban una piedra plana sobre ellos, como queriendo formar una
especie de casa o cobijo, y a esta construcción la llamaron dolmen (que en ese mismo lenguaje bretón
significaba: mesa). También ponían varios de estos menhires y dólmenes formando
un gran círculo en el valle cercano y lo bautizaron como crómlech...
Desde entonces, Mamauté y yo guardamos celosamente
en secreto el verdadero sentido de estos megalitos. Las generaciones
posteriores sólo pudisteis hacer elucubraciones para darles el mejor significado
que creíais sería el apropiado: ¿se trataría de hitos kilométricos, estancias
funerarias o de culto, de evocación de energías cósmicas…? Lamentablemente,
para los investigadores futuros, aún no había sido inventada la escritura para contarlo. Eso llegaría
unos pocos de miles de años después…
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