CAPÍTULO 2. El gran mamut y el padre de Nuamé


35.000 años a.C.

En algún lugar del norte de la hoy conocida como Península Ibérica (por aquel entonces, un sitio cualquiera del mundo)

 «Los dos hombres de cuerpos robustos, cortas extremidades y rostros de nariz gruesa y chata, con anchas frentes prominentes y pelos largos y enmarañados, se encontraban de pie en una de las laderas del río, mirando a la posible presa que pastaba tranquilamente en la otra parte del cauce. El enorme mamut alzó la cabeza con parsimonia y miró, con aires de indiferencia, a los dos cazadores que portaban rudimentarias lanzas en mano. Hacía tiempo que los hombres no cazaban nada y ésa podría ser una gran oportunidad para ganar notoriedad en la tribu. Pero un obstáculo se interponía entre ellos y aquel animal que podría significar una fuente de alimentos para el clan al que pertenecían. Ese impedimento era el río.

    El raudal, aunque fuera de poca anchura y no pareciese demasiado profundo, presentaba sin embargo las aguas rápidas y visiblemente turbulentas. En su pensamiento sabían de sobra que esa visión representaba un peligro cierto e inminente. Ambos hombres se miraron, y uno de ellos, gesticulando con sus manos, indicó al otro que debían desistir. No había nada que hacer. Sin embargo, cuando éste se dio media vuelta, el otro (que resultaba ser el padre de Nuamé), decidido, se introdujo en el cauce sin pensárselo dos veces convencido de que sería capaz de luchar contra la corriente, pero se trastabilló y cayó al caudal, siendo arrastrado.

    —¡Aaarg! —gritó espantado: no sabía nadar.

La fortuna quiso que a los pocos metros de ir a merced de los remolinos, y después de sumergirse unas cuantas veces en ellos, pudiera agarrarse a la rama de un árbol que caía sobre la superficie junto a la orilla. Con los ojos desorbitados por el pánico, con voz desgarrada y temblorosa pidió ayuda a su compañero:

    —¡Aju, aju, ajuuu!

    El otro, paralizado en un principio por el miedo y la sorpresa, reaccionó ante los gritos de su compañero y corrió torpemente para auxiliarle. Cuando llegó a su altura, le tendió un extremo de la lanza. El que estaba agarrado a las ramas se resistía a soltarse, porque la corriente le empujaba con gran fuerza y porque además el pavor y el agua fría, casi congelada, impedían que sus brazos obedeciesen las órdenes de su cerebro; pero el instinto de supervivencia le dotó del poder que necesitaba: consiguió asir el extremo del arma y, entre tirones y pataleos, salió del río. Se alejó a gatas de la orilla y se sentó en el suelo, sujetándose las piernas, temblando de frío y miedo. Por poco no lo hubiera contado.

    —¿Agtaué? ¿Agtaué? —se interesó el salvador, inclinándose a su lado.

    —Ig-agtauá, matú… —le tranquilizó el salvado, acompañando los sonidos con gestos mientras se iba incorporando conforme el helor desaparecía de sus miembros y el susto poco a poco de su recuerdo.

    El que había ayudado agarró del brazo al accidentado para alejarse del lugar; pero este le detuvo y lo miró con determinación: la necesidad pudo más que la dificultad. Y porque yo, Ingenia, le susurré algo al oído al padre de mi amiga. Un mensaje que le hizo detenerse y mirar a su alrededor para buscar un objeto que la Naturaleza dispuso unos días antes en el lugar, y de cuya existencia yo le acababa de advertir sin que su conciencia llegase a saberlo. Mis palabras viajaron hasta su cerebro como suave brisa de verano. Mirando hacia el otro extremo del río, el empapado cazador hacía gestos con las manos hacia el gran mamut. Su acompañante, señalando a su vez las aguas veloces del río, intentó convencerle de nuevo para que desistiera del intento:

    —¡Anana-mó, anana-mó! Alé...

    Haciendo caso omiso de las advertencias, el que minutos antes había estado a punto de perecer ahogado, dejó la lanza en el suelo y paseó la mirada, como digo, ansiosamente, a su alrededor. Al poco, la fijó en un punto de la distancia y lo escudriñó con sus ojos hundidos bajo su frente. Acababa de divisar lo que en su subconsciente se hallaba presente por el mensaje mío que os he comentado antes. Echó a correr con decisión hacia el lugar, a la vez que le indicaba a su compañero que le siguiera. Juntos llegaron hasta un tronco de árbol, de gran diámetro y longitud considerable, que estaba acostado en el suelo posiblemente hendido por un rayo (quienes sabrían lo que le había ocurrido al árbol sería la Naturaleza misma, o su Dios). Comenzó a empujarlo. No pudo moverlo y le pidió ayuda, con gestos que no dejaban lugar a dudas de sus intenciones, al otro cazador. De esta manera, no sin mucho esfuerzo y sudor ambos consiguieron rodarlo hasta la ladera del río.

    El que tuvo la idea de buscar el tronco le indicó al otro que intentaran levantarlo, pero era demasiado pesado para ellos dos solos y no lo lograron. Entonces, yo le di otra idea, la de la cooperación. Así que a gritos, comenzó a llamar al resto de cazadores de la tribu que estaban al otro lado de una colina próxima lanzando sus jabalinas, sin grandes resultados, a unos cérvidos. Aquellos, intrigados por los extraños gritos de los otros dos, acudieron en tropel.

    —Agté atá, upa atá. —El padre de Nuamé ordenaba a cuatro de ellos que sujetaran un extremo del tronco, los cuales no entendían la intención de su compañero.

    Pero obedecieron.

    —Agté atá, apé até —indicó a otros tres que le ayudaran y que, juntos, intentaran levantar la otra punta del casi cilindro de madera.

    No sin cierta pericia e insistencia, fueron poniéndolo en vertical con gran esfuerzo, hasta que lo voltearon y el tronco cayó con estruendo atronador en la otra mota del río, y después de girar un poco sobre su eje, la madera por fin se estabilizó.

    Tenían la estructura natural lista para usarla y de esta manera aprovecharon, uno a uno y con sumo cuidado y cautela, para cruzar hasta la otra ribera del río.

     Sigilosamente, y sin llamar su atención , con sus lanzas, fabricadas con robustas ramas de cerezo afiladas en un extremo, y con gruesas piezas de sílex atadas en el mismo, rodearon y acosaron al gigante mamífero hasta darle muerte. Con el paquidermo abatido, se dispusieron todos a su alrededor y musitaron una oración de agradecimiento hacia el animal, por ofrecerles su vida aprovisionándoles así de carne, grasa y piel para una buena temporada, y a los tótems del clan por haberlo permitido.

    Gracias a mi soplo de inspiración y, por supuesto, a la determinación del que en un principio pretendió cruzar el río sin saber nadar, arriesgándolo todo y aprendiendo de su error, aquellos hombres consiguieron el alimento que permitió subsistir, durante el largo invierno, a los hijos, mujeres y ancianos de la tribu. Gracias a todo lo anterior, consiguieron llevar a cabo una acción y realizar una obra que les otorgó un paso seguro sobre el río.




    Ese paso les serviría, por mucho tiempo, como elemento de comunicación entre ambas riberas y así poder cazar, recoger esos frutos ricos del otro lado, y contactar con esa tribu extraña de extremidades más delgadas y ágiles, que caminaba de manera más erguida que ellos y que habitaba más allá de los promontorios inalcanzables, pasados los extensos valles. 

    Muchas cosas parecían inalcanzables, hasta ese día...»


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