Sobre el puente de Alcántara (Cáceres)

Quiso la buena ventura que me encontrara yo deleitándome con la tan relajante y entretenida lectura de uno de esos buenos libros que se recomiendan en días de asueto y fiestas, tanto religiosas como paganas, para la tranquilidad del alma y descanso del cuerpo. Hacían setenta y siete de las páginas recorridas por mi vista y absorbidas por mi entendimiento cuando pude comprobar con verdadero interés que se hacía nombrar de la existencia de una obra de ingeniería, descrita en la susodicha historia, como el más grandioso y bello puente que pueda verse en parte alguna. Las palabras textuales rezaban así: <<…, mandado edificar por los emperadores romanos, y que en esta cristiana era fue coronado con el remate de un portentoso arco de triunfo que exhibe orgullosos el blasón del invicto César Carlos. Tiene seis ojos el puente, que descansan en cinco pilares, erguidos sobre aguas profundas, oscuras y turbulentas del Tajo. En la orilla opuesta, las laderas de los montes son abruptas, pedregosas, y las veredas se pierden por una inmensidad de bosques que se adentran, sierra tras sierra, en los territorios del reino de Portugal >> (Véase El Caballero de Alcántara, de Jesús Sánchez Adalid).

    Se trataba —para aclaración del lector de mis recurrentes epístolas a la relación y explicación de las características, virtudes, utilidades… de algunas de nuestras obras públicas que abundan en este país nuestro—, cómo no, del puente de Alcántara. El puente de Alcántara de la localidad del mismo nombre, en la provincia de Cáceres. Y no el de Toledo, conocido en todo el reino por ser romano también, dueño del mismo nombre y compartir semejante y sublime estampa con su tocayo cacereño.

    Numerosas son las indicaciones y maneras de buscar conocimientos sobre la obra de Alcántara en la red. Valga los aquí presentes enlaces para facilitar en algo la afortunada labor del curioso o del estudioso en los menesteres del saber:


    No es mi propósito extenderme más, pues datos sobre tan majestuosa obra se pueden concretar en las dos direcciones anteriores, así que hasta nuestra próxima cita me despediré en esta hora con una escueta y famosísima palabra con la que el irrepetible y eterno escritor de las aventuras y desventuras del ingenioso hidalgo don Alonso Quijano concluye tan excelso relato. Y esa palabra no es otra sino ésta:

Vale.

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