¿El Inicio? ¿El primer ingeniero?


Los dos hombres de frentes prominentes y pelos largos y enmarañados se encontraban de pie, en una de las laderas del río, mirando a su presa que pastaba tranquilamente en la otra parte del cauce. El enorme mamut alzó la cabeza con parsimonia y miró, de forma indiferente, a los dos cazadores que portaban sus rudimentarias lanzas en mano. Hacía tiempo que los hombres no cazaban nada y ésa podría ser una gran oportunidad para ganarse notoriedad y fama en la tribu.
    El río, aunque estrecho, era caudaloso y parecía profundo. Uno de ellos, decidido, se introdujo en las bravas aguas, pero se trastabilló y cayó al caudal, siendo arrastrado por la corriente.
    —¡Aaarg! —gritó espantado: no sabía nadar.
    Por fortuna, a los pocos metros y después de sumergirse un par de veces en los remolinos, pudo agarrarse a la rama de un árbol que caía sobre la superficie, junto a la orilla. Con los ojos desorbitados por el pánico, pidió ayuda a su compañero con voz desgarrada y temblorosa:
    —¡Aju, aju, ajuuu!
    El otro, paralizado por el miedo, reaccionó ante los gritos y corrió torpemente para auxiliarle. Cuando llegó a su altura, le tendió un extremo de su lanza. El que estaba agarrado a las ramas se resistía a soltarse, porque la corriente le arrastraba con gran fuerza y porque el pavor y el agua fría, casi congelada, le impedían que sus brazos obedeciesen a las órdenes de su cerebro; pero el instinto de supervivencia le dotó del poder que necesitaba: consiguió asir el extremo de lanza que le ofrecía su compañero y, entre tirones y pataleos, salió del río. Se alejó a gatas de la orilla y se sentó en el suelo, sujetándose las piernas, temblando de frío y miedo.
    —¿Agtaué? ¿Agtaué? —se interesó el salvador, inclinándose a su lado.
    —Ig agtauá, matú —le tranquilizó el otro, mientras se incorporaba.
    El que había ayudado agarró del brazo al accidentado para alejarse del lugar; pero éste le detuvo y lo miró con determinación.
    La necesidad pudo más que la dificultad: mirando hacia el otro extremo del río, el empapado cazador señaló al gran mamut. Su acompañante, señalando a su vez las aguas veloces del río, intentó convencerle para que desistiera del intento:
    —¡Anana-mó, anana-mó! Alé...
    Haciendo caso omiso de las advertencias, el que minutos antes había estado a punto de perecer ahogado, dejó la lanza en el suelo y paseó la mirada, ansiosamente, a su alrededor. Al poco, la fijó en un punto de la distancia y lo escudriñó con sus ojos hundidos bajo su frente. Decidido, echó a correr hacia el lugar, a la vez que le indicaba a su compañero que le siguiera. Juntos llegaron hasta un tronco de árbol, de gran diámetro y longitud considerable, que estaba acostado en el suelo posiblemente hendido por un rayo. Comenzó a empujarlo. No pudo moverlo y le pidió ayuda, con gestos, al otro cazador. Ambos consiguieron rodarlo hasta la ladera del río.
    El que tuvo la idea de buscar el tronco le indicó al otro que ambos intentaran levantarlo, pero era demasiado pesado y no lo lograron. Entonces, a gritos, comenzó a llamar al resto de cazadores de la tribu que estaban al otro lado de una colina próxima lanzando sus jabalinas, sin grandes resultados, a unos cérvidos. Éstos, intrigados por los extraños gritos, acudieron en tropel.
    —Agté atá, upa atá —ordenó, a cuatro de sus compañeros, que sujetaran un extremo del tronco, los cuales no entendían la intención de su compañero.
    Pero obedecieron.
    —Agté atá, apé até —indicó a otros tres que intentaran levantar el otro lado.
    Fueron poniéndolo en vertical, con gran esfuerzo, hasta que lo voltearon, y el tronco cayó, con un estruendo y retumbe sordo, en la otra mota del río. Después de girar un poco sobre su eje la madera se estabilizó.
    Cruzaron, uno a uno y con sumo cuidado, hasta la otra ribera del río. Sigilosamente y sin llamar su atención rodearon al mamut. Con sus lanzas, fabricadas con robustas ramas de cerezo y afiladas y gruesas piezas de sílex atadas en un extremo, acosaron al enorme mamífero y le dieron muerte.

    Gracias al ingenio del que en un principio pretendió cruzar el río sin saber nadar, consiguieron el alimento que permitió subsistir, durante una semana, a los hijos, mujeres y ancianos de la tribu. Gracias al ingenio de un miembro de la tribu, y a la inestimable colaboración del resto, consiguieron un paso seguro sobre el río.
    Ese paso les serviría, por mucho tiempo, como elemento de comunicación entre ambas riberas y así poder cazar, recoger esos frutos ricos del otro lado y contactar con esa otra tribu extraña, que caminaba de manera más erguida que ellos, y que se encontraba más allá de los promontorios inalcanzables del otro lado; inalcanzables hasta ese día...





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