"El Club de Alejandría" Relato ganador del I Concurso literario de temática científica "Tales from de Mednight"
Los tres amigos,
descansando cómodamente sobre la mesa, mantenían una animada conversación por saber
quién de ellos era considerado el más importante para la sabia mujer que pronto
haría su aparición en la sala de estudio.
—Oye, tú, Ingo, siempre me he preguntado de
dónde proviene tu nombre. Mira que es raro… —quiso saber el cálamo, ese
utensilio, similar al lápiz moderno, que utilizaban en época antigua.
—Pues, para que te enteres, tubito de caña
—contestó irónica la aludida—, resulta que soy la hija de Ingenio Grande y de
Creatividad de Obras, por eso me llaman Ingenia Grandes Obras, y resumido: Ingo.
Soy ese halo que inspira a los grandes pensadores, científicos y sabios. Estoy
a su lado aunque ellos, en este caso ella, no me vean. Así que imagina si soy
importante. ¡Puedo volar a través del espacio y del tiempo!
—Uy, mira esta —intervino el papiro—. Pues
yo también puedo viajar a través del espacio y del tiempo. Si me tratan y
conservan bien, los mensajes e interesantísimos textos científicos que nuestra amiga
escriba sobre mí, se podrán transmitir a generaciones venideras y llegarán a
los confines del mundo.
—Sí, sí, ya, rectángulo delgaducho —bromeó
la pluma dirigiéndose al papel—, pero si yo no te acaricio expandiendo la negra
tinta sobre ti, formando palabras y oraciones, tú te quedarías en blanco por
los siglos de los siglos.
—¡Dejad de discutir de una vez, que está a
punto de venir y hemos de estar dispuestos para ella! Aquí, la única realmente
imprescindible para la mujer a la que servimos soy yo, esa mezcla de intuición,
inspiración y pensamiento crítico. Que sepáis que la última vez que fui a
visitar a Venus, pasando antes por la Luna (porque recordad que, como ser
etéreo y abstracto que soy, puedo trasladarme más allá de nuestro firmamento),
el planeta me dijo, en secreto y al oído, que vio a nuestra sabia señora
observándolo con suma atención utilizando ese instrumento al que los humanos
llaman astrolabio, y que ella les ayudó a mejorar.
—¡Qué me dices! —exclamó el papiro— ¿Y qué
te contó Venus que hizo después ella?
—Pues que estuvo así un buen rato,
mirándolo con sus grandes y expresivos ojos ambarinos —contestó Ingo—, dibujó
una amplia sonrisa complacida en su rostro y fue hasta esta mesa a anotar algo
sobre tu superficie.
—Es verdad, es verdad —dijo el cálamo
entusiasmado— ¿Acaso no lo recuerdas, amigo papel? Yo sí. Me tomó entre sus
dedos, me introdujo en el tintero y trazó multitud de números que componían operaciones
aritméticas y también tramos de líneas curvas, formando varios círculos y
elipses sobre tu piel sepia. Lo que hizo fue extraordinariamente preciso y
hermoso a la vez…
—Yo jamás podré verlo… —musitó con cierta
tristeza el papel—. Soy como un rostro sin una superficie de metal pulido a la
que mirarse.
—Pero siempre podrás oírlo… —le contestó
Ingenia Grandes Obras, imprimiendo ternura a sus palabras—, porque siempre
habrá alguien a quien nuestra querida maestra lea en voz alta lo que en ti haya
impreso. Yo, sin embargo, nunca sabré qué se siente al saberse tocada,
acariciada, por sus manos, pues siempre seré invisible para ella, como el soplo
de viento que mueve sus cabellos… Así que, a pesar de mi sabiduría, en cierta
manera os envidio…
Ante estas últimas palabras los tres amigos
quedaron en silencio, pensativos. Un silencio que se extendió a todo lo largo y
ancho de aquella espaciosa estancia repleta de armarios recubriendo sus paredes
y en los que se disponían rollos y libros en todas y cada una de sus baldas.
Cuatro amplios ventanales intencionadamente ubicados del este al oeste de la
gran habitación, que mantenían iluminado el espacio cuando el sol aparecía y
desaparecía, dejaban en esos momentos penetrar la luz tenuemente anaranjada de
esa última hora en las hermosas tardes de Alejandría, previas al inicio de la primavera.
El cálamo, al tiempo, rompió el silencio:
—Escuchadme bien: dejemos de lloriquear. Al
fin y al cabo, cada uno de nosotros somos imprescindibles para ella dentro de
nuestras limitaciones. Ingenia, tú eres invisible pero representas esa fe fuerte
e inquebrantable que infunde a la gran filósofa, matemática y astrónoma que es
nuestra amiga, la inspiración necesaria para sentirse segura y determinada en
su camino, en la defensa de sus ideas. ¿Acaso no fue ella quien dijo: «Defiende
tu derecho a pensar, porque incluso pensar de manera errónea es mejor que no
pensar»? Pues eso. Y tú, amigo papel —continuó el lapicero de cuña en punta—,
¿qué sería de mí si tú no existieras? ¿Dónde plasmaría ella sus ideas, sus
cálculos, sus descubrimientos? ¿En las paredes, en el suelo, o quizás en
aparatosas tablillas de arcilla endurecida como hacían los antiguos sumerios al
comienzo de la escritura? Puf, qué tontería. Yo, humildemente, soy el instrumento,
ese hilo conductor del que se sirve para transformar la idea en realidad física
y tangible, en mensaje. Así que os invito a que dejemos de quejarnos y
sintámonos todos igualmente importantes.
Entonces, los tres compañeros de fatigas
llevaron a cabo un esfuerzo sublime. El cálamo comenzó a moverse desde la
esquina de la mesa donde se encontraba, hasta el centro de la misma, allá donde
estaba el papel, al tiempo que este levantaba una de sus esquinas sutilmente en
un intento por abrazar a su amigo. Ingenia, por su parte, se desplazó sobre
ellos velozmente, de un lado a otro, provocando una suave brisa que los arrulló
a ambos.
En ese preciso instante, las dos grandes
hojas de madera del estudio se abrieron súbitamente y la mujer, de la que
instantes antes hablaban, entró con determinación aun con los impedimentos
propios de la edad, haciendo volar los pliegues de su túnica acompañando al
rápido avance de sus pasos. En el acto, el cálamo volvió a rodar hasta su
posición inicial, el papel se dejó caer apresuradamente sobre la tabla e Ingo
dejó de moverse para acudir solícita y leal al lado de su admirada amiga. Para
la mente atenta de la científica, aquellos sutiles movimientos no pasaron
desapercibidos, quedó quieta por unos instantes frente a la mesa, con la vista
puesta sobre ella, y al cabo de unos segundos, les dedicó una sonrisa cómplice,
susurrándoles:
—Queridos amigos, os doy las gracias por
estar siempre ahí, dispuestos a servirme. Quiero que sepáis que llegan tiempos
difíciles y no sé cuántas estaciones más podremos estar juntos, en esta amada
habitación en la que tantas horas hemos pasado, entre estos pergaminos, rollos
y libros que contienen tanta sabiduría e inquietudes de quienes en ellos
plasmaron su conocimiento. Entre ellos, yo… —La señora dirigió su mirada
entonces hasta el ventanal más orientado al oeste. Encaminó hacia él sus pasos
vacilantes. Ingenia la siguió. Y las dos se asomaron. La mujer apoyó las manos
en el alféizar y elevó su rostro al cielo. La luna llena de marzo comenzaba a
iluminar pausadamente con su manto de luz plateada los tejados de la parte de
la ciudad que se extendían frente al edificio. La noche se presentaba sin
nubes, y los astros y planetas que tanto habían sido observados por la erudita se
mostraban en toda su plenitud, con total claridad.
Ella cerró los ojos y suspiró. Pensó que
ojalá los hombres que en sus respectivos ámbitos gobernaban la ciudad llegaran
a un acuerdo, y los graves disturbios y enfrentamientos acontecidos en los últimos
días, debido a sus luchas por ostentar el poder religioso y civil, se vieran
abocados a un fin pacífico mediante el raciocinio, la bondad y la empatía…
Alejandría, la célebre y hermosa urbe que
debía su nombre a uno de los mayores conquistadores de la historia, la ciudad
donde ella, filósofa, matemática, astrónoma, instructora, había nacido, no se merecía
eso.
Abrió los ojos y, a pesar del resplandor de
las llamas del fuego destructor que se elevaban en la distancia sobre las
plazas de algunos barrios, unido a los gritos lejanos de las turbas
enloquecidas, se obligó a albergar cierta esperanza.
Más tranquila, la mujer entornó los
postigos y se giró, acercándose de nuevo hasta la mesa. Prendió la mecha del
candil con la llama de la vela de la pequeña palmatoria que le gustaba mantener
siempre encendida y se sentó con gesto cansado pero erguida en su querida
cátedra. Cogió su amado cálamo dispuesta a dejar escrito, sobre esa preciada
cuartilla de papel virgen, su último descubrimiento antes de marchar a su casa
para descansar. Pero de repente se detuvo, le pareció escuchar un algo, un
rumor, un bisbiseo continuo como el sonido de las olas calmadas del mar sobre
la orilla de la playa… Intrigada, aguzó el oído y prestó atención… Y no le cupo
ninguna duda. Eran tres voces conocidas, cercanas, que le susurraban al
unísono:
—Hipatia… ¡Gracias, Hipatia…! Hipatia de
Alejandría…
E Hipatia les
correspondió con una sonrisa.
©Jorge Moya Olcina2021
Comentarios
Publicar un comentario