"SEIS PALABRAS" Relato galardonado con el primer premio del IX Concurso Internacional "María Eloísa García Lorca" de la Unión Nacional de Escritores de España (UNEE)
Ya sé que este es un blog dedicado exclusivamente a la ingeniería civil, pero tomaré como excusa que en el siguiente relato se dejan caer en algún párrafo palabras relacionadas con la construcción: acero, hormigón, casco, planos, pisar barro, trabajo duro..., así que... aquí os lo dejo.
Con todos ustedes:
SEIS
PALABRAS
Con todo el dolor de su
alma, Víctor Pérez, de cincuenta y cinco años, no tuvo más remedio que tomar
esa trágica decisión. La peor de todas.
Le dolía terriblemente la cabeza y había
llegado al límite de su resistencia mental. Todo lo que le rodeaba en su vida parecía
superfluo, sin importancia, fuera de contexto. Ya nada tenía valor…
Se encontraba sentado a la destartalada
mesa de madera que le servía en los últimos tiempos a la vez como comedor e
improvisado escritorio, colocada en el centro de aquel minúsculo habitáculo que
era su vivienda: un mísero entresuelo en una antigua mole de acero y hormigón
ubicada en uno de los barrios más deprimidos
de la ciudad.
A la espalda de Víctor acechaba, insinuante,
la presencia del camastro donde en más de una ocasión se sentía tentado de
echarse a dormitar y olvidar, con la ayuda de un buen somnífero, por unas horas,
a veces por días, la triste y cruda realidad en que se había convertido su vida.
Pero esa mañana se propuso firmemente que,
al acostarse por última vez, el sueño duraría para siempre. Sería eterno. Ya no
podía más: las manos le temblaban y una lágrima de desolación cayó por su mejilla.
Antes de acercar el vaso a su boca para
tragar la mortal disolución de arsénico en agua en las proporciones justas, o
eso creía según vio en Internet, con el fin de provocar una corta y efectiva
transición, recordó en cierta ocasión, siendo un niño, escuchar a alguien
definir, con una cruel ironía, lo que él se disponía a ejecutar: «Un acto de
valentía llevado a cabo sólo por cobardes». Pero bien sabía Dios que él había
sido en la vida cualquier cosa menos un cobarde: fueron las circunstancias de los
últimos años las únicas responsables de abocarlo a esa inmensa desesperación sin
futuro, sin compasión alguna…
Entonces, justo cuando sus labios rozaban
el líquido tibio, a su derecha, encima de la mesa, vio el libro. El que había
estado leyendo los últimos cuatro días. No era uno de los de su género
favorito, lo suyo era más bien la ficción histórica; pero Los ritos del agua, la emocionante novela de crimen y misterio de
Eva Gª. Sáenz de Urturi, lo había enganchado desde la primera página. La
terminó la noche anterior, pero no hasta el fin. Y es que Víctor tenía una
poderosa manía, y no era otra que la de leer los libros de cabo a rabo, con citas,
dedicatorias, bibliografía, notas de autor y agradecimientos incluidos. Así era
él. Maniático. Perfeccionista a más no poder. Una amiga de la juventud le dijo
una vez: «¡Víctor, si es que eres asquerosamente responsable!».
De modo que, con el desasosiego de quien
sabe que aún no ha terminado una tarea inaplazable antes de descansar, dejó el
vaso a un lado y cogió el libro —tan sólo prolongaría su existencia unos pocos minutos
más, quizás cinco o seis—. Y empezó a leer por la página donde lo había dejado:
la 439 de las 448 que componían la novela de esa edición de tapa dura (se la
había regalado Miguel, su vecino del sexto derecha, el que trabajaba en Cáritas
Diocesana. Miguel sabía de la afición de Víctor por la lectura y la escritura,
y también conocía su precaria situación…).
Y Víctor leyó en voz alta, lo hacía siempre
que pretendía que nada lo distrajese. Y decía así:
«AGRADECIMIENTOS.
Esta novela trata de la paternidad y la maternidad. A lo largo de sus páginas
se han paseado buenos y malos padres: nocivos, ausentes, indecisos, tiranos,
abuelos que ejercen de padres, tías que salvan y sufren como madres… Me ha
gustado reflexionar acerca de la decisión consciente que supone para cada uno
de nosotros el ser un buen padre o una mala madre […]. Son muchas las personas
a las que debo agradecer su apoyo a estas alturas: A mi madre, que…».
Al llegar aquí, Víctor levantó la vista del
papel impreso y la fijó en la pared desconchada de color beige claro que tenía
frente a él. Y a Víctor le vino a la memoria su infancia, y en especial su
madre: cómo fue criado por ella, mujer luchadora de
carácter decidido. Le podía haber tocado en suerte una persona tímida, pasiva,
indiferente…, pero no. Tuvo la mejor madre que se podía tener en una infancia
vivida sin un padre. Y no porque el padre hubiese muerto, no, sino porque los
abandonó a ambos cuando Víctor tenía sólo dos años. El hombre salió de casa
abrazado a su última compañera habitual, que no era otra que la bebida, a la
que se dio unos ocho meses antes de que él naciera. Por lo visto lo
suspendieron de empleo y sueldo acusado de una posible negligencia médica (era
un prestigioso cirujano), y aunque luego se demostró que obró según la buena
práctica, el daño a su reputación ya estaba hecho. Sus colegas, de ese y de
otros hospitales de la ciudad y de los de fuera de ella, le dieron la espalda
durante el proceso. Tener amigos para esto. Aún no era mayor, pero tampoco
joven, aunque sí con esa edad incómoda y fronteriza para que el buen hombre ya
no tuviera ni la suerte ni la oportunidad de encontrar otro trabajo como aquel;
y su marcado carácter competitivo no aceptó, en esos días de solicitudes de ofertas,
envíos de currículums y derrota, el apoyo incondicional y el amor sin fisuras
de su mujer, que trabajaba a turnos como cajera en un supermercado del barrio. Y
es que así era ella, casada con un afamado cirujano, y que cuando tuvo la
oportunidad —en tiempos de bonanza, los de las vacas gordas— no quiso dejar su
digno empleo, que le requería levantarse a las cinco de la mañana con el fin de
recibir el camión de los yogures o el de las patatas fritas, y quedarse a bajar
la persiana pasadas las diez de la noche, después del cierre de caja. Quería
ser ella, sentirse independiente. Así era su madre, Sofía, perseverante hasta
el fin, por y para su hijo.
Desde que tuvo memoria,
Víctor recordaba que fue su madre quien le leía cuentos por las noches al
llegar ella a casa, después de que marchara el abuelo que había estado cuidando
al nieto durante todo el día. Fue su madre quien le compró sus primeros tebeos;
quien le regalaba libros infantiles, y después juveniles, en sus cumpleaños y
santos (sólo en esas dos fechas señaladas, pues la economía familiar no daba
para más desde la huida del padre); y recordó con nostalgia que ella, su madre,
era su Baltasar particular cada 5 de enero por la noche, hasta que se acabó la
inocente magia de la ilusión...
El joven Víctor superó
el B.U.P. y el C.O.U. con creces, mucho mejor de lo que esperaba. La pasión por
la lectura que le inculcó su heroína se transformó en emoción por escribir. Y
fue durante su segundo curso de universidad, mientras estudiada asignaturas de
arquitectura, que terminó de escribir su primera novela…
Víctor meneó la cabeza. Apartó la vista de
la pared color crema, volviendo al funesto presente. Se le hacía tarde. Había
programado quitarse la vida antes de la hora de la siesta: no deseaba
ablandarse ni que caducase la mortal determinación.
Bajó la vista de nuevo al papel… Siguió
leyendo:
«A
toda mi familia […], porque en ningún momento dudaron de este éxito. […] Una de
las mayores satisfacciones que puede tener una escritora es convertirse en
profeta en su tierra».
A Víctor entonces le invadió el
resentimiento. Resonaron en su interior las voces de seres amados —amigos y
familiares— que susurraban primero entre ellos y luego le hablaban a las claras:
«¡Qué locura! Mira que abandonar los estudios… ¡con
dos cursos aprobados! Escribir… ¡habrase visto! En lugar de convertirse en
afamado arquitecto, ganar un buen sueldo y respetable estatus social, pues nada,
el chico prefiere ser escritor. Si es que es demasiado joven para saber lo
dificilísimo, qué digo dificilísimo… ¡lo imposible! que es ser “alguien” en ese
mundo. Claro, se cree que juntando palabras con cierto sentido podrá llegar a
ser un J.J. Benítez, un Michael Ende o una Ana María Matute».
Tan sólo la madre estuvo a su lado en medio
de tanto barullo, de tanta confusión, de tanta duda interna provocada por los amargos
mensajes del exterior. De nuevo su madre. Su madre, la que pocos años antes de
todo aquello le regaló aquel ejemplar de El Principito de edición especial; la
que se hizo el carnet de la biblioteca municipal para sacar al hijo los libros
que le mandaban leer en el instituto; la que cuando Víctor aprobó con nota la
Selectividad le compró ese Inoxcrom
plateado tan chulo con el que comenzó a escribir sus primeros cuentos bien
hilvanados y sus primeras e insinuantes poesías con las que impresionar a esa
chica que tanto le gustaba: la que se sentaba a su lado en el aula de la universidad,
la del pelo castaño, corto y preciosamente ondulado, la que vestía anchos
jerséis de lana gruesa y gafas de montura de pasta de color ámbar a juego con
el iris de sus hermosos ojos.
Amaya…
Un atisbo de amargura se adueñó de Víctor,
agachó la cabeza y amagó un llanto, porque…
No fue aquella chica
con quien al final acabó casándose: ella tuvo que regresar a su ciudad, a
cuatrocientos kilómetros de distancia. Las notas de las evaluaciones no le
acompañaron y sus padres la llevaron de vuelta para estudiar contabilidad. Y
las relaciones a distancia ya se sabe…: en esa época no tan lejana en la que no
existían teléfonos móviles ni vídeo-llamadas, tan sólo el encanto de las cartas
donde se saboreaban, con adoración y mariposas en el corazón, las palabras escritas
de la persona amada… Pero todo eso también se acabó: «Dicen mis padres que qué
hago yo escribiéndome con un chico que ha dejado la carrera para ser escritor
—le decía ella, por teléfono—. Que qué locura es esa. Pero no te preocupes,
Víctor, que yo te quiero, ¿vale? Encontraremos la manera de estar juntos. Ya lo
verás…». Sin embargo, las recepciones de las cartas de amor se espaciaron en el
tiempo, hasta llegar a ser inexistentes o vacías de contenido y de ternura
enamorada. Y el teléfono góndola sólo le hablaba en pitidos intermitentes
cuando la llamaba. O una voz de hombre al otro lado que le decía, cortante: «No
está en casa, mi hija acaba de salir. No llames más que ya lo hace ella. Adiós».
Y se cansó. Se cansó de no ver su letra, de
no escuchar su voz. Y creyó que sería mejor dejar su historia ¿de amor? que seguir
sufriendo por no saber nada de ella. Dejando ese capítulo de su vida sin
acabar. O puede que con un «continuará» que él sabía sin lugar a dudas más que
finito.
Y entonces, intentando olvidar, hizo de
tripas corazón y se dedicó en cuerpo y alma a los sistemas de ecuaciones de ene
incógnitas y a las integrales dobles y triples, a las perspectivas caballeras,
a los cálculos del hormigón armado, al estudio de los materiales de
construcción y a empaparse de la historia y estética de los edificios más
emblemáticos del mundo.
Un buen día, al cabo de los años, el
aplicado estudiante en que se había convertido Víctor Pérez le llevó a su madre
el título deseado y ella lo recibió con un abrazo de oso, seis sonoros besos en
la mejilla y una mirada que lo decía todo: «Ahora haz lo que te dé “la santa
gana” y no hagas caso a la gente, ni a tus tías y abuelos, aunque sean quienes
me han ayudado con tu carrera». Pero la semilla de la duda de años anteriores,
de personas que ahora eran ajenas a su vida cotidiana, y que algunas ya ni
estaban, hacía tiempo que germinó y enraizó fuertemente en su interior.
Así que aparcó su ilusión de crear
historias escritas y probó suerte en Forjados
y Proyectos S.A (Forprosa), dedicando los siguientes años de su vida, unos
cuantos, a pisar barro, llevar planos enrollados bajo el brazo, un casco que
ponía sobre la bandeja trasera del coche con logotipo de empresa seria, y a
pasar mucho tiempo hablando por un primer teléfono móvil parecido a un compacto
adoquín negro de tapa abatible y retráctil antena manual. Gozó de un tiempo de
gran prosperidad en que consiguió ahorrar una buena cantidad de dinero en una
cuenta corriente y conoció a la que sería su mujer. Su mujer…: Lucía, abogada.
Distinta a Amaya. Su mujer, con la que tuvo un noviazgo divertido, ajetreado.
Diferente a Amaya. Su mujer, con la que no albergó dudas, pues no le hacía
pensar, lo dirigía hacia donde ella quería y él se dejaba llevar: estaba muy
ocupado con el trabajo que le exigía casi todas las horas del día. Lucía era
guapa. Era no, es. Es guapa, muy guapa, aunque ya no se vean.
Lucía era guapa… pero no como Amaya…, que
no se podía decir que fuera tan atractiva como Lucía pero era bella. Muy bella.
Amaya sí que era bella.
«¡Pero qué estoy haciendo!». Había pasado
una hora sumido en esos recuerdos. ¡Cuán dolorosos! Y no podía ser: tenía un
fin cierto. Retornó la vista al vaso y sintió una repentina náusea acompañada
de fugaz escalofrío. Así que agarró las tapas del libro apretándolas
fuertemente hasta casi sentir hormigueos en las yemas de los dedos. Echó un
vistazo y le quedaban un par de párrafos. Debía acabar de leer. Tenía que
acabar de saber el fin, saber acabar:
«Por
último: a mis hijos […], porque me estáis aportando mucho más que cualquier
adulto…».
Los hijos… Su hija… Giró la cabeza hacia la
única ventana de la habitación. Una nube gris, que para nada tenía la pinta de
ser pasajera, ocultó el sol, y al rato le llegó un tronar lejano. Y el crepitar inmisericorde de gotas
intermitentes sobre el cristal.
Noa era su
vida. Le habían puesto ese nombre porque a su mujer no le gustaba el suyo
propio, aunque a Víctor le pareciese bonito. Pero Noa también le gustaba. Y
como Lucía estaba empeñada, pues el padre, o sea, Víctor, se dejó llevar una
vez más.
Padre e hija se adoraban y llevaban su
complicidad a todas partes. En un principio, Víctor experimentó como un alivio,
y hasta una bendición, el haberse quedado sin trabajo cuando llegó la crisis
económica del 2007: pudo dedicarle a su hijita el tiempo que no disfrutaron
cuando él trabajaba de seis de la mañana a diez de la noche, todos los días, incluidos
muchos fines de semana.
Entonces se dedicó en cuerpo y alma a su
hija de cuatro años y a ese libro escrito en segundo de carrera al que le
restaban mil y una correcciones. Sabía que sería necesario un grandísimo
esfuerzo, pero no quiso agobiarse y se lo tomó con calma. Sobre todo, quería
estar con su hija.
Pero su mujer, Lucía, no lo veía de la
misma manera.
Todo comenzó a torcerse irremediablemente cuando
ella consiguió sacar por fin la plaza de fiscal de menores, un puesto y un
sueldo fijo para toda la vida, e inexplicablemente, sin saber muy bien por qué,
le atosigaba a perdigones, sutilmente, «por tu bien y por el de la familia», le
decía. «Necesitas trabajar en algo serio, cotizar. Búscate un empleo que te
permita escribir en tus ratos libres, algo que aporte fondos a la economía
familiar», le decía. «¿En mis ratos libres? ¿Aportar a la economía familiar
dices? —replicaba él—. ¡Pero si llevo puesta la misma ropa de hace cinco años,
si no salgo ni a tomar un café cuando tú estás en el juzgado y Noa en el cole!
Sólo hago que ahorrar, y limpio la casa y preparo la comida. Tenemos a Noa y
nos tenemos el uno al otro, tú y yo, y nos queremos, ¿no? Porque, nos queremos…
¿verdad?». Y Lucía apartaba la vista sin saber Víctor muy bien qué respuesta se
formulaba su mujer en la cabeza.
Diez años después la respuesta, que
reclamaba entonces, ahora Víctor ya la tiene clara. Como el agua. La implacable
fiscal de menores en quien se convirtió Lucía se hartó de tener un marido de ilusiones
y sueños inmaduros, bohemios, según ella. ¡Qué pensarían sus compañeros de
profesión, sus colegas a los que tenía que presentar en las fiestas de empresa
al padre de su hija, ese arquitecto fracasado, sin trabajo, que cuidaba de la casa
y llevaba a su hija al cole! Y, entonces pasó lo peor, diez años después, la
hija, su Noa, se fue a vivir, cómo no, con la madre, y con la ropa de marca,
con los móviles Aifons y las vacaciones con amigas del insti por todo lo alto, a tutiplén, etcétera.
Víctor apartó la vista de la lluvia que
azotaba el cristal de la ventana y terminó de leer: «Y a ti, mi querido y añorado abuelo, por continuar presente pese a
haberte ido, por tantas veces que me has sonreído […] desde esa foto de mi
despacho y me has susurrado con tu voz ronca: “Déjate de hostias y sigue
adelante”».
Un fogonazo en su cabeza y una congoja en
el corazón. Esas seis palabras restallaron en la mente del arquitecto de
extraviadas ínfulas de escritor. Sólo seis. Tan sólo. Se olvidó del abuelo de
la autora y pensó en su madre. La que le hizo amar la lectura y la escritura,
la prosa y la poesía, la que estuvo a su lado tanto en las ilusiones y alegrías
como en las dificultades y sinsabores de aquel primer amor único y verdadero de
sonrisa eterna y gafas de pasta de color ámbar; su madre, la que le confortó cuando
su mujer lo dejó, la que le aconsejó en las decepciones con su hija Noa, la que
cuando perdió hace dos meses su Inoxcrom
amado, le regaló un nuevo bolígrafo, esta vez un Parker, algo
casi anacrónico en estos tiempos modernos de procesadores de textos y
ordenadores portátiles. Su madre, la que le hizo la gran putada de abandonarlo
a su suerte porque ella se murió… Repentinamente, sin esperarlo… hace un mes…
De un ataque al corazón. ¡Dios! La echaba tantísimo de menos… Y entonces pensó
que era la madre la que le susurraba al oído esas palabras, la que desde algún
hermoso y sereno lugar le recordó que aún le quedaba algo por hacer…: terminar
de leer ese libro y esas seis palabras.
Su madre, la hermosa Sofía, que le decía
esa misma frase en un susurro, pero con aplomo.
Y fue entonces que Víctor Pérez Jordá lo
tuvo claro y, por primera vez en muchísimo tiempo, sonrió.
Decidido, se sonó los mocos con un clínex arrugado. Después se levantó
llevando el vaso en la mano y se dirigió hasta el fregador para tirar la
ponzoña por el desagüe. Cogió otro vaso, nuevo, reluciente, y lo llenó de agua
clara. Del cajón de los cubiertos sacó la caja del ibuprofeno600 y tomó una pastilla para esa jaqueca que no le
abandonaba y que hubiera terminado con él, a buen seguro, antes que el arsénico.
La tragó ayudándose del agua limpia y entonces fue hasta un cajón olvidado del
que sacó el antiguo borrador de aquel libro escrito en segundo de carrera. Se
sentó de nuevo en la silla destartalada frente a la mesa multiusos, y se hizo
la firme promesa de no mirar la cama hasta que no hubiese terminado de corregir
definitivamente, dejándolo listo para que su vecino del sexto, el de Cáritas,
se lo pasase sin prisa, poco a poco, a Word. Listo para enviarlo a los correos
electrónicos de las editoriales. Y así, empeñado en esa ardua tarea, lo hizo…
Actualmente, este año
en que nos encontramos de 2051, los docentes de todo el mundo siguen poniendo a
sus alumnos como ejemplo de talento, esfuerzo y superación, al laureado
escritor de ochenta y seis años, Víctor Pérez Jordá, tras dejar este a un lado,
unos treinta años atrás, aquella demoledora crisis personal.
Y en casi todas sus conferencias impartidas
acerca de su vida, el mismo Pérez Jordá asegura que la clave de su éxito se lo debe
al recuerdo de su madre, que creyó siempre en él y se lo dio todo: el Amor… Y a
una frase de seis palabras que apenas llenaba un renglón... Sólo seis palabras...
Seis.
Simplemente excelente, genial, profundo.aleccionador.curoso y emocionante.
ResponderEliminarEnormemente agradecido por tus palabras, María. Y lo mejor para mí: que te haya gustado. Gracias.
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