"Adiós, María, adiós". Relato galardonado en el IV Certamen Literario del Raval de Elche
Os dejo el relato corto con el que participé en este concurso literario organizado por la asociación vecinal del histórico barrio ilicitano del Raval.
Los cuentos debían hacer alguna mención al barrio, a sus lugares, calles o plazas, a personajes reales o ficticios, o a hechos históricos relacionados con él.
En el relato se escenifica una de tantas situaciones que se debieron dar en cierto día del mes de octubre del año 1609, en el puerto que desde cientos de años atrás fue la salida natural al mar de la villa del Vinalopó. Los protagonistas son un joven matrimonio y su hijita de tres años habitantes del barrio.
Quien haya leído mi novela El Sol en el horizonte (El anillo del esclavo judío) podrá apreciar que me he servido de cierta ánima (como dicen los italianos) de su historia, pues parte de la misma también se desarrolla en este emplazamiento único revestido de palmeras.
A juicio del jurado "Adiós María, adiós" fue el merecedor del accésit en la modalidad de adultos, y tuve el privilegio de recoger el premio el pasado viernes 16.
Sin más preámbulos, os dejo con la narración.
Espero que os guste...
«Portus Illicitanus.
Día
tercero del mes de octubre de 1609.
Amanecer
frío, cielo de nubes grises. El lugar comenzaba a llenarse poco a poco de una
multitud de personas de todas las edades. Hombres, mujeres y niños que llegaban
portando los pocos enseres que habían podido llevar consigo en los últimos tres
días. Los más afortunados tiraban de pequeños carros o destartaladas carretas
cargando unas cuantas ropas y unos pocos recuerdos de toda una vida, un
sencillo ajuar que no ocupaba ni pesaba demasiado. Los más desgraciados, la
gran mayoría, caminaban con lo puesto, casi arrastrando los pies, pues habían
sido asaltados y ultrajados por bandidos escondidos en los caminos, que les
despojaron de sus pocas pertenencias durante el trayecto de ida, sin retorno,
desde el barrio del Raval de la villa de Élig —la tierra en la que habían
vivido ellos y sus antepasados cientos de años atrás—, hasta ese puerto cercano
donde esperaban las galeras de la Corona Real para embarcarlos y llevarlos,
expulsados, hasta las costas de Orán.
En ese puerto salida
natural de Élig al mar, utilizado desde los antiguos romanos, una compañía de mosqueteros y otra de
arcabuceros de los Tercios de Nápoles eran las encargadas de asegurar que
aquellos renegados en la Fe, los moriscos, subieran la pasarela de acceso a los
imponentes navíos que les llevasen a tierras lejanas. Ya en Orán, según el
Edicto y abandonados a su suerte, cada cual debía dirigirse hasta Argel,
capital de infieles.
Con el paso de las horas, el día del «Gran
Embarque» se fue tornando espléndido sobre el puerto: cielo de un azul intenso,
jaspeado por dispersos retazos de algodonadas nubes blancas. El sol iluminaba
el lugar con una agradable luz como en los mejores días de fiesta...; pero, en
contraste, aquélla era una jornada en la que se mantendrían los grises
nubarrones del amanecer en el ánimo y corazón de las cientos —o puede que miles—
de personas allí congregadas que esperaban el momento de la partida.
Cristóbal, morisco joven, y María del
Carmen, muchacha de padres «cristianos viejos», eran dos de esas personas. Se
encontraban, uno frente al otro, a los pies de la escalinata de subida al barco,
y la pequeña Marieta, la hija de
ambos, de poco más de tres añitos, estaba en medio de ellos cogida a sus ropas.
La mujer miraba a Cristóbal con unos ojos que, aun bajo las lágrimas,
reflejaban un amor inmenso. Se acaban de besar por enésima vez y el hombre
intentó encontrar las palabras adecuadas para la esperanza de María (así la
llamaba él):
—No
te preocupes, ya verás cómo todo pasa pronto. El Decreto llegará al olvido y
podré volver para veros... —decía a su mujer mientras enjugaba delicadamente
con sus dedos las perlas transparentes que resbalaban por el rostro de ella
hasta la comisura de los labios. María se le echó al cuello desconsoladamente.
Él siguió hablando, con un nudo en la garganta—: O, quizá, puede que tus padres
os dejen viajar y podáis venir las dos a verme, y así de nuevo estaremos
juntos. —Cristóbal miró de soslayo a los progenitores de su mujer, que se
encontraban a prudencial distancia, observándoles con aspecto inquisidor: no se
fiaban de que, en el último momento, su hija subiese al barco con la nieta de
ellos para seguir a aquel yerno amigo de los moros.
Cristóbal
se soltó con suavidad de los brazos de María y se agachó para mirar esta vez, a
la misma altura, a los ojos de su hija. Ahora fue a él a quien la mirada se le
tornó vidriosa. Cubrió las mejillas de aquella carita con sus manos, y dijo con
ternura:
—Mi
pequeña, mi vida, mi amor..., recuérdame siempre. —De repente sus propias
palabras le sonaron a larga despedida. Tragó saliva para continuar—: Recuérdame,
como yo lo haré todos, todos —repitió con énfasis— y cada uno de los días que
esté fuera. Que sepas que tu papi hará lo imposible para que volvamos a
estar juntos. Tu madre, tú y yo. Te quiero con toda mi alma... —Y cogió su
ligero cuerpo en un abrazo que quisiera infinito mientras la congoja invadía
todo su ser. La niña, aun en su inocente incomprensión de los acontecimientos,
correspondió al padre rodeando con los bracitos su cuello, apoyando la cabeza
en su hombro.
Entonces, una voz grave y autoritaria les
sobresaltó:
—¡Vamos,
es el momento. Ha llegado la hora! ¡Todos arriba, a los barcos! —Un soldado,
con coraza y alabarda, agarró a Cristóbal del brazo, y con rudeza lo separó de
su amada familia, conminándole a que no demorase más el momento y se dirigiera
de inmediato a la cubierta de la nave.
Despedidas apresuradas, llantos y
desgarradores gritos se hicieron al unísono dueños del ambiente, pues unos
muchos se iban y otros pocos se quedaban, separándose familias, cónyuges,
padres e hijos, según el caso y condición. Inexplicablemente, o no, también los
había quienes cantaban lanzando alabanzas a su Dios, entonando algunos de sus
noventa y nueve nombres, pues creían que por fin se dirigían a la tierra de sus
ancestros y les esperaría una vida mejor; sin embargo, lo que se iban a
encontrar, sin ellos saberlo, sería también la repulsa y desprecio de aquellos
otros que consideraban correligionarios suyos en la creencia del Profeta.
Y en toda aquella mezcla de sentimientos, y
bajo ese cielo de comienzos de otoño, extrañamente triste y hermoso a la vez,
María del Carmen despidió al padre de su hija, a aquel hombre que conoció una tarde en un campo de palmeras de la
villa de Elche. Lo conoció mientras él trabajaba como palmerero para el señor de las tierras que conformaban aquel huerto de espléndidos
granados, protegido por palmeras circundantes, y ella paseaba por el
lugar pensando en sus cosas. De repente, la voz de aviso de un imberbe «tripero»
de baja estatura, que a María le pareció casi un niño, advirtió a la muchacha de
que tuviese cuidado con la posible caída de dátiles y «cascabotes» desde las
alturas. Fue entonces cuando María miró hacia arriba, encontrándose con los
profundos ojos castaños de Cristóbal que quedaron enamorados para siempre de
los de color verde valle, tan grandes como luna llena, que lo observaban desde
abajo, absortos, pertenecientes a una mujer de expresión valiente y decidida.
Él no se lo pensó dos veces y, enganchándose el corbellote a la cintura,
descendió a toda prisa desde lo más alto, asegurando lo mejor que pudo sus
esparteñas a los escalones naturales de la planta.
Descendió a tierra sólo para presentarse.
Sólo para preguntarle a ella su nombre.
Sólo para ofrecerle su compañía, para caminar tranquilamente y conocerse
poco a poco, para confiarse los gustos propios el uno al otro, para mirarse
tímidamente a los ojos...
Sólo para comenzar seis meses después, ya casados, juntos a pesar de
todo y de todos, un único y hermoso viaje de vida.
María recordó que aquella tarde de otoño cruzarían después bajo el arco
del Raval, y pasarían frente a las puertas de la iglesia de San Juan, hasta
llegar al interior de la Vila Murada, donde ella vivía en una gran casa noble con
sus padres y hermanos. La muchacha sabía que ese barrio del Raval habitado por
moriscos se encontraba a un tiro de arcabuz de la calle Corredora «como medida
de seguridad, para protegernos de los peligros de esa gente», según le dijo en
cierta ocasión su padre. Pero María no entendía por qué debía de guardarse de
ese joven amable, de rasgos preciosos y mirada humilde, ni de ese lugar donde,
unos meses después, por fin se fueron a vivir felizmente a una acogedora
casita, en una pequeña plazoleta, en ese barrio del Raval de mañanas soleadas,
tardes pausadas y noches serenas y estrelladas la mayoría de las veces.
De ese
recuerdo hacía ya cuatro años, y su hermosa historia compartida con Cristóbal
parecía abocada a truncarse sin remedio, ajena a sus deseos, en esa mañana de principios
de octubre.
María volvió a la triste realidad en un
suspiro, procurando ahora con todas sus fuerzas que el recuerdo último que
guardase su hombre fuera la hermosa sonrisa de la mujer que le decía, que le
pedía, que le rogaba:
—Regresa
pronto, por favor... Adiós, Cristóbal, adiós mi amor. Que Dios te guarde, Aquel
de tu religión o de la mía, que al fin y al cabo vendrá a ser el mismo.
—Adiós, María, adiós. Adiós, mi pequeña Marieta... —Y antes de que se le formara
un nudo en la garganta que le impidiese pronunciar palabra alguna, con la
barbilla estremecida, les prometió—: Nos veremos cuanto antes, no lo olvidéis.
Cristóbal se echó el petate al hombro, se giró
sintiendo que el alma se le desgarraba, y subió la pasarela, obligándose a no
volver la vista atrás.»
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